Emilio Durán Vázquez, 1º Premio Searus-1990


EMILIO DURÁN

Nota Biográfica

          Emilio Durán nace en Sevilla. Estudia y se licencia en Derecho por la Universidad Central de Madrid. Ingresa en la Administración Pública. En la actualidad dirige una revista de carácter institucional de la Junta de Andalucía.
          Tiene publicado en Poesía:
          Paralelo 40, Exilio de pecho adentro, Tiempo de júbilo seguidote excomunión, Diez poemas con la muerte por medio, Ejercicio de retina, La luna de la Menara, Camino de Nadir, La dorada memoria de ese narciso, Catacumba de rosas, Blanco es el color de la paloma, Cartas son cartas, Mosaico de los amores perdidos, Santas Mujeres, Logia de conversos, Sólo memoria de la vida, Puerto de las Mulas.
          En Prosa tiene publicada la novela La última batalla de Fernando de Abertura, varios cuentos y multitud de artículos periodísticos.
          Autor de un divertimento escénico de café teatro –“El sexto no comer carne” –, que se estrenó en Sevilla en 1977.
          Fundador de los Pliegos de Poesía “El carro de la Nieve” y de la Editorial del mismo nombre, que se especializó en literatura erótica, y en la que publicó la antología “El dos de pecho”.
          Fundador de las Hojas volanderas “El Molino de la Pólvora” de creación literaria.
          Tiene entre otros, los Premios “Searus”, 1990, “Miguel Hernández” de Poesía, 1991, “Puente Zuazo” de Relatos, 1992, “Leonor” de Poesía, 1994, “Camino José Cela” de Novela, 1994, “Villa de Peligros” 1996, de Poesía y “Ciudad de Guadalajara” 1996, de Poesía.
         
         
Reseña biográfica tomada de la Antología 25 años de Poesía Searus, 2002
         
         



Obra: “TE LLAMÉ CARLOTA”
1º Premio, XIII Certamen de Poesía Searus, 1990


                                                
                    I

Remontabas en altas azoteas
–de soles con vencejos y azul entre las ropas–
el convulso pandero del asombro.
Niña de blondas trenzas inquietantes,
vocecilla ligera como el agua
que la lluvia hermanaba en el aljibe,
perturbador motivo
del placentero edén de aquellos días.

Los paseos por la casa descubriendo
el quejido nocturno de los corredores,
el óxido de la escalera vieja,
el mallar lujurioso de los gatos,
la empinada mirilla con palomas,
aquella iluminada cerradura
ofreciendo el fruto de lo prohibido…

Siniestros aeroplanos competían
sin éxito en las nubes
con el garbo planeador de las golondrinas
y el telegráfico zigzag de los murciélagos.
Sirenas de temor ponían negro
el celeste clamor de la mañana
y el corazón –entonces– con luces amarillas
bajaba hasta criptas de velas y humedades.

Mediodías de cromos y geranios,
con blancas siestas de sudor y dedos
que recorrían tu moreno vientre;
meriendas que erigían
santuarios de silencio al chocolate;
niquelados paseos en bicicletas
con redes de color; lazos azules
y bragas de cintitas; los rosarios
del Día de Difuntos;
pestiños en diciembre;
olor a lápices y a tablas aritméticas;
los blancos y calados calcetines;
la blusa que manchabas de moras heridas;
tú, niña celeste y rubia, moldeando
procaces figurillas de sacramental cera,
y besos forasteros
en cunetas heridas de amapolas…

Una tarde –morado el horizonte,
paño violeta de altar–
me enseñaste con litúrgico gesto
el rojo tajo abierto entre tus muslos.

De aquella herida tuviste que morir.
Nunca supuse
que pudieras haberte convertido
en esa extraña y nueva criatura
que alzaba tabiques de almidón al tiempo muerto.



                    II

Las lluvias de enero desangraban los cabezos,
Levantando un vaho de alhucema en la marisma.
Se abrían a la intemperie las gitanas lonas
Alertadas de hebillas y charoles,
roncaban en la ría los barcos carboneros
y el rincón de Saltes vomitaba
fenicias ánforas e ídolos.
Entre los juncos, biselados de salitre,
unos amantes,
con ansías, traducían
“Madame Bovary” cópula a cópula.

El papel “couché” de la “Summa Artis”
inauguraba
el loco desequilibrio de los húmeros,
con largas cabalgatas de siervas de colores:
Estaba Elena Fourment abrumando
con la masa lechosa de sus senos;
Madame Recamier
con leves transparencias imperiales;
la Venus de Itálica
exhibiéndonos
la pulida manzana de su pubis;
la de Tiziano
(esa zurda en el boscaje íntimo);
Giorgione, tantos cuerpos…

Llegabas tú, entonces,
borrando aquel olor de tus axilas
el falso paraíso de tintas y papeles,
reventando con grupa de potranca
los nocturnos ahogos de sábanas inquietas
sumergiendo en oscuros albañales
de mirar fugitivo, decapitadas voces…

La cocina era un inmenso santuario.
Impúberes orgías
daban sazón al aire de las tardes,
avivando de sal el pecho acedo,
exprimiendo zumos de jóvenes limones,
dando calor a primerizos tactos
en fervorosos hornos,
espumando tan lúbricas salivas,
majando con destreza sin igual
empinadas ansias.

Ocurría entre risas,
bajo el miedo a la autoridad ausente,
–murciélagos de plomos victoriosos–
que, de regreso,
te izaba en la pira de las reconversiones
en donde, alta, diabólica y bermeja
comenzabas a arder con las hambrientas llamas
con que mirábamos.



                    III

Quisiera revivir un sólo instante
la música del cine de verano,
el incienso de oro que el polvo entronizaba
bajo los haces de luz, las caderas de Gilda,
la fascinante mirada de Bette Davis
y empezar a buscarte por las calles
de aquel pueblo perdido en la memoria.

Te llamé Carlota porque sí; quizás tan sólo
porque el joven Wherter me habían regalado
la violeta suicida de su amor
y tú me parecías una sutil figura
que huía por carriles de chumberas,
con toros desmandados, amplios corralones
y bocoyes en donde se albergaban
los temblores rojizos de poniente.
Resonaban martillos toneleros,
Campañas avisando
del violeta rosario de las tardes…

Cantaban estridentes altavoces
taurinos romances de valentía,
torres de arena mordidas por la cal,
marineros tatuajes, parralas de Moguer,
que te cercaban
en el claroscuro cinematográfico…
¡Qué triste magnolia que silueteaba el “No-DO”
mientras deshojabas menguadas frases
sobre el regado albero!

Niña de estival edén
–bochornos, largas siestas,
Maíces rubios y chicharras de olivar–
que al ocaso amatista te escondías
al llegar a la ermita de la santa…

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