Margarita Arroyo, 1º Premio Poesía Searus-2009


MARGARITA ARROYO

Nota Biográfica

          M. Concepción Fernández, “Margarita Arroyo”, es farmacéutica y profesora universitaria de cursos para posgraduados, tiene abierta consulta privada como psicoterapeuta y realiza trabajos de peritaciones caligráficas oficiales.

Libros publicados:
          “Reducida apalabra” (1983). “El yelmo y sus adornos” (dos ediciones 1984 y 1985). “Sin mirar a los lados” (1988). “Trilogía de la palabra, el yelmo y la mirada” (1997). “El albarelo de la cruz lisada” (1999) (prosa). “La gran aventura de León Felipe” (Dos ediciones, 2006 y 2007) (prosa).

Premios concedidos:
          “Francisco de Quevedo” 1984. “Hernán Esquío” 1985. “Medalla de Poesía Nueva Gente” 1985. “Premio AEFLA” 1986. “Mini-hucha de Oro” 1986. “Hucha de Plata” 1986. “Ibn Jafaya” 1987. “Hucha de Plata” 1988. “Clarín” 1992. “Medalla del Ateneo de Madrid” 1993. “Quijote” 1997. “Río Henares” 1998. “Alcaraván” 1998. “Searus” 2009. Hija adoptiva de Fontiveros.


Noviembre de 2010




Obra: “YA NUNCA IRÉ A CONSTANTINOPLA”
1º Premio, XXXII  Certamen de Poesía Searus, 2009




I

A ti
que siempre conservaste esa gracia fructífera
de ser una ventana
abierta
y encendida.



II

Ardías entre el romero aquella tarde
como torre, como arco, como ángel.
Estabas con tal vida,
con los pies tan asentados en la tierra
que, con una imprecación, maldije.
Y aún me dije:
No puede irse ahora.
Es imposible.
Pero me equivoqué.
Me equivoqué.
Me equivoqué.



III

Tus ojos se escondieron en la noche
no sé si con nostalgia
o con asombro.
Hacía tiempo que no deseabas los goznes
de aquellas horas de hierro
y dejaste que fluyera mansamente la silenciosa trocha
para estar
          al otro lado del dolor;
exactamente muerto.



AQUEL DÍA

Aquel día no hubo
hecatombes ni eclipses
ni cayeron los santos
tristes de su hornacina,
fuera de aquella alcoba
-¿cómo era posible?-
Se sucedía todo
igual que cualquier día.
Pero sobre la sábana
él se fue transformando
y se fueron haciendo
sus manos como arena,
como guijarros fríos
su pecho poderoso,
viento su cráneo, un viento
febril y apresurado
que abandonó la almohada
dejándonos muy solos.
Esto sucedió un día
un día desalmado
que quisiera olvidar
y tengo en la memoria
clavado como un dolmen
en mitad de la nada,
como señal cruel
de peligro incesante
que anuda mi garganta
con un frío que ahoga.

¿Cómo cayó una torre
tan poderosa y cierta?

Hoy muchas horas tienen
un regusto de asombro,
de soledad indigna,
de miedo controlado,
que sin querer me hacen
cerrar las escotillas.
Los corredores suenan
como viejas campanas,
como yunques partidos,
perdidos para el golpe.
Los senderos se fueron
encerrando en sí mismos
sicarios oficiosos
de quien lo arrebataba.
La luz se hizo un nudo,
una madeja informe,
un agua ardiente y fiera
que escocía en los ojos.

Pero no dices Tú
la última palabra.
No sellarás su boca
con invencible lacre,
con tu fuego canalla
de acetileno triste,
con tu sonrisa fatua
de quien todo lo puede.
Y ahora quiero que sepas:
sólo a nosotros vences,
a los que te quisimos,
a los que le queremos
porque nadie se queda
contigo para siempre.

Ahora escúchame, Muerte:
Tú, la Sola,
la Sola,
la Sola por los siglos,
la Sola eternamente,
no conservas ya nada
de lo que arrebataste.
Y tras la podredumbre
de tu pecho sin nombre
él canta donde nunca
podrías alcanzarle.



V

Tal serenidad advierto en tu mirada
que mi dolor me asombra
y no sé qué decirme.
Pero tú me sonríes
y callas
y acaso me haces señas
mientras recompongo mi soledad
en esta orilla.



VI

Estás de pié
me miras y sonríes
y nada te pregunto, nada inquiero.
El tiempo vuelve atrás por un instante
y yo no sé por qué
no me abrazo a tu sombra dulcemente.



VII

No importan las preguntas.
Ahora estás
y es suficiente en estos días
de carencia absoluta de tus manos,
de ausencia de tu nombre.
Sé que estás; solamente.
Y como una columna tú sostienes la tarde
para mi triste corazón
para esta playa desbocada, umbría,
porque nada más que tus ojos existen
en días tan ciegos.



VIII

A veces te alejas soñando el camino,
te vuelves levemente,
con la mirada invitas
hasta ofrecer confianza y paz en esta ruta
que tú conoces ya perfectamente.



IX

No tiraré de ti.
Todo ya está cumplido,
pero aún así, permíteme que añore
el tacto de tu mano en mi sonrisa.



X

Toda el agua del mar podría haber cabido
en tus años de cal.
De amargo cal y canto.
Pero no consentiste que ni por un momento
el azogue te arrastrase a la pena
royera tus tablones
o te hundiera acogedoramente en la penumbra.



XI

Tu pequeño jardín estaba en paz,
de flores amarillas encendido,
tan alegre moteado de blanco
que una gran dentellada de rencor
me invadió
por sentir tanta vida en tanta muerte.



XII

La herida estaba abierta
y tú pesaste.
Apenas una mirada de soslayo
para reconvenirme,
para que no olvidase y amara de otra forma:
lejana,
serena,
dulcemente.



XIII

Te pesaba en el hombro la mano azul de Dios
pero decías:
“El jefe siempre sabe por qué hace las cosas”;
y tu mirada tenía un más allá encendido
que no pudieron arrancarte
ni el dolor
ni el cansancio
ni la pena.



XIV

Háblame de los ángeles, te dije,
Cuéntame
de sus pechos de alumbre,
de su estirpe,
de sus insomnes palabras,
de su dicha,
del crepitar terrible de sus bocas,
de si nuestro fervor llega hasta ellos.
Tú respondiste: “Todavía no”
Y yo me enfadé con tu corazón
-tan olvidadizo-
que cuando aún me mirabas con tus ojos
prometiste contestar a mis preguntas.



XV

A veces soy tan tonta que me olvido
de cosas cotidianas
e importantes.
Es por eso ¿sabes? que sin querer me digo:
“Habré de darle esta noticia”
“le llevaré este libro”
o “le llamaré para decirle…”
Y entonces
me sabe a mar la boca al acordarme
de que has muerto.



XVI

Ya nunca iré a Constantinopla.
Ya no podré
enseñarte Dolmabache, ni esa mezquita
tan azul,
candorosa y magnífica.
El estrecho con su oro y su plata
sabrá que nunca te conduje a su presencia
y el día que regrese
habrá de recibirme con reproche
porque nunca,
nunca pude llevarte hasta su puerta.

No hay comentarios:

Publicar un comentario