PASCUAL-ANTONIO BEÑO GALIANA
Nota Biográfica
Nace en Manzanares (Ciudad Real) y reside entre Sevilla y la población manchega de Argamasilla de Alba. Posee la licenciatura en Filología Hispánica y el título de Maestro Nacional. Es miembro de número del Instituto de Estudios Manchegos y pertenece al Grupo Literario Guadiana de Ciudad-Real. Cultiva instintivamente la poesía, el teatro, el periodismo y la crítica literaria.
Entre otros premios obtenidos sobresalen en Poesía, el Carta Puebla de Miguelturra (Ciudad-Real), el Ministerio de Educación y Ciencia y el Cálamo de Poesía Erótica de Gijón. De narrativa, el Ayuntamiento de San Sebastián, el Carta Puebla de Miguelturra y el de Roquetas de Mar. Como autor teatral, fue galardonado con el Plasencia, el Rafael Mijares de Avilés (Asturias), el Miguel de Cervantes de Alcázar de San Juan, y el Barahona de Soto de Lucena (Córdoba). Su obra fue representada por el Conservatorio de París, Lazarillo de Manzanares, El Trascacho de Valdepeñas Almazara de Infantes, Fregoli de San Sebastian y La Desastrosa de Murcia.
Ha colaborado en prensa provincial y en multitud de revistas con más de un millar de artículos, en la nacional y, así mismo, en Hispanoamérica. Es también autor de bastantes trabajos de investigación, sobre todo en lo relativo a Argamasilla de Alba y Cervantes. Es notable su labor como conferenciante, en pregones de Feria, Semana Santa o Vendimia.
Pascual-Antonio Beño Galiana, Noviembre de 2005
Obra: “DE LA ETERNIDAD DE LA BELLEZA”
2º Premio, XXVII Certamen de Poesía Searus, 2004
MÁS QUE SOMBRAS
No son sombras que pasan esos cuerpos,
alternos y hermosos,
de su propia belleza ignorantes;
no son humo que el viento desvanece
restando sólo sucia carbonilla.
Aún vencidos, manchados, esos cuerpos
cuya hermosura un día deseamos
no son ceniza y polvo.
Cierto que es implacable el tiempo
y erosiona, convirtiendo belleza
en vejez y en mentira.
Pero eterna-creedme-es la belleza,
y nunca han de morir aquellos cuerpos
que en otro tiempo amamos.
Mientras recuerdes, sueñes,
mientras existas y ames,
ellos seguirán siendo
antorcha inextinguible
de mano en mano relevada.
Torsos que Praxíteles moldeara
siguen, vivos, moviéndose en tu entorno.
No preguntéis adónde fueron
esos cuerpos de ayer que tanto amamos.
No te dejes vencer por la nostalgia;
sombra sólo no fueron.
Tras un ocaso llega un nuevo día,
sobre un cuerpo vencido otro se alza.
Que nunca el tiempo derrotar podría
la eternidad de la belleza.
LEYENDO UN LIBRO
Fue como revivir o recordar.
Lo iba leyendo
y transfusión de sangre recibía
del hombre aquel, ausente, tan lejano.
De pronto comprendí
que él expresaba
-memoria de vivir, ecos de espíritu-
aquello que yo nunca supe o pude.
(Cómplice intimidad de la lectura
cuán un furtivo vicio solitario,
no obstante, compartido).
Como un espeleólogo
sólo a la soga del lenguaje asido,
a aquella oscura sima descendía
a un mundo bello, alucinante, oculto,
para mí solamente reservado.
Y aunque estuviese sólo en ese instante
y sin otra compañía que un libro de poemas,
boca a boca sentí que respiraba
con el poeta aquel, ausente, tan distante,
muerto, quizá, hacía ya muchos años.
ESA HERMOSA EXPERIENCIA
Sólo duró lo que un instante dura
aunque un instante pueda ser eterno.
Tenía trece años solitarios
sin otra compañía que aquel cuerpo
que una metamorfosis transformaba
en orgullos de músculos y miembros.
Un volcán imprevisto despertaba
bajo el breve y oscuro púber vello.
Tembló todo mi ser, sentí un espasmo
y se fundió en mi sangre el Universo;
el paisaje se hundió volatilizado
y dejaron de estar espacio y tiempo.
Un estertor viví, grande y gozoso,
de muerte, más bien de nacimiento.
Sólo duró lo que un instante dura,
pero puedo juraros que fue eterno.
A mi ser retorné, vomitó el Cosmos,
y me encontré, tendido y en el suelo,
con un lirio de carne entre las manos
-pecho jadeante, ojos entreabiertos-
y el vientre florecido de narcisos
y salpicado de blancor de almendros.
Fue una experiencia hermosa, inenarrable;
fue el más trascendental descubrimiento.
No volvería a estar solo
había encontrado
el placer y la angustia de mi cuerpo.
CON QUE FUERZA SE AMA
Porque ya se han marchado
los goces del narciso
y el estío con sus playas
-ardorosos desnudos-
¡Con qué fuerza se ama!
Porque huyeron los vuelos
revoltosos del alba,
las flores del almendro
las sublimes miradas.
Porque un día, ante el espejo,
no le encuentras sentido
que te descubra a un triste
anciano encanecido.
Porque huyó de ti el joven
sin apreciar su marcha
y el niño del ensueño
varado en la nostalgia.
Porque sólo en las manos
unas monedas quedan
y ha llegado el otoño,
aunque tú no lo quieras.
Con qué fuerza se ama
si está todo perdido
y es soledad el lecho
y tu cuarto vacío.
Y allá afuera, en la calle,
se escuchan los clamores
de la fiesta incansable
del tiempo y de los hombres.
Sí, con qué fuerza amamos
el último rescoldo
del día en nuestras manos.
DESVENTURADO EL QUE…
Desventurado el que no supo
gozar del cálido verano,
en la playa promiscua del sol y de los cuerpos,
cuando la muerte y el invierno
carecen de importancia;
el que no quiso, el que no pudo
vivir el frenético carnaval de la vida
danzando sin parar hasta el alba.
Desventurado aquel que llegó tarde
a la gran fiesta,
el que no pudo
alcanzar el postrero tren del día,
sentir en el espejo de Narcisos
la tersura y la envidia de un rostro
o beber la ambrosía embriagadora
que sólo a unos pocos Ganímedes ofrece.
Desventurado siempre el que no pudo
dialogar con los cuerpos de los otros,
y sentir la fragancia de todos los placeres.
Desventurado el hombre que no supo
vivir su juventud irrepetible
-que sólo es un verano la existencia-.
Pues no basta estar vivo, si la sangre
no es cálida, rebelde e incansable,
si el parque está marchito, solitario,
y aquel ser
-quizá quien más profundamente pudo amarte-
hoy vino a recordarte que es otoño.
DICHOSO EL HOMBRE AQUEL…
Dichoso el hombre aquel que, pese al tiempo
a la erosión vital, aún no ha perdido
el asombro del niño que un día fuera,
y es capaz de mirar al sol de frente
con la mirada limpia, sin cegarse.
Dichoso el hombre aquel que, pese al tiempo,
no acumuló egoísmo, envidia u odio
bajo el caparazón materialista-escéptico
con el que saben muchos protegerse.
Dichoso el hombre aquel que, pese a todo,
aún guarda la tibieza y la ternura
del lejano y perdido adolescente.
Dichoso el hombre aquel que esquivó el golpe
del ultraje del tiempo, y aún conserva
-pese a las cicatrices y a los otros-
la fe y la confianza en la existencia.
Hermosos poemas en los que se percibe el implacable rumor del tiempo; del tiempo que aniquila y disuelve, pero también renueva.
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